El drama en Haití nos trae a la memoria, con todas las distancias tomadas, nuestra propia tragedia de 1985 cuando la capital de México sufrió el mayor cataclismo de su historia. Así como Haití es una metáfora de un sistema global racista, irracional y de oprobio que castiga a los más pobres, en México nuestro terremoto desenmascaró un gobierno corrupto e ineficaz, sumido en la inmovilidad y el mutismo en las primeras horas de la desgracia.
Acostumbrados a la impunidad, ya nadie se acuerda de la corrupción documentada cuando la ayuda desde el extranjero no llegó. Los bienes muchas veces terminaron en el mercado negro operado y permitido por burócratas, lo que reveló la vacuidad del eslogan de “la renovación moral”.
De entonces a la fecha poco se ha avanzado en la agenda anticorrupción y los datos reprobatorios están a la vista. México hoy tiene el deshonroso penúltimo lugar de Latinoamérica en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional. El último es Haití.
Desafortunadamente, en la propuesta política de Felipe Calderón la corrupción brilla por su ausencia. Este vacío llama la atención porque las alternativas existen y son viables. El primer paso sería deshacernos de las disquisiciones sobre “trampas”, “mordidas” o sobornos menores asociados a una “ilegalidad agobiante” entre mexicanos.
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