Ni la reforma financiera de Obama presentada con grandilocuencia como "la mayor desde la Gran Depresión", ni la calderonista, copia de mala calidad que el 28 de julio decretara la creación de un Consejo de Estabilidad del Sistema Financiero (CESF), constituyen esfuerzos reguladores verdaderos o afrentas auténticas a los poderes fácticos.
Los defensores de la reforma de EU, impulsada por los senadores Christopher Dodd y Barney Frank, aplauden que la ley obligue a los bancos a mantener más capital en sus reservas para reducir sus niveles de apalancamiento. Celebran también que centralice y limite la comercialización de los famosos derivados y que, a partir de ahora, permita al gobierno intervenir en las empresas financieras arruinadas, tal como ha ocurrido con los bancos. La reforma también crea dos nuevas oficinas gubernamentales: un consejo de reguladores federales y una agencia de protección a los usuarios de la banca.
Pero estas importantes innovaciones se quedan cortas a la hora de detener las prácticas especulativas que generaron el reciente desastre financiero y dejan incólume el verdadero poderío de los bancos: la estructura oligopólica que permite la existencia de vastos conglomerados financieros. Los cabilderos de Wall Street invirtieron 600 millones de dólares en una campaña de edulcoración de la propuesta inicial. Su triunfo principal se refleja en haber dejado intacta esta exagerada obesidad financiera y en la sujeción de las nuevas agencias reguladoras a los intereses del capital financiero. El consejo de reguladores federales lo encabezará el secretario del Tesoro y la oficina de protección a los usuarios de la banca dependerá de la Reserva Federal. Así, la nueva arquitectura institucional se nutrirá de los burócratas de siempre a quienes la reciente crisis bancaria pasó frente a ellos sin que hicieran nada.
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